El diccionario siempre ha sido uno de mis libros de
cabecera.
Recuerdo, siendo yo bien jovencita, el día en el que comencé
a leerlo. La A.
Imposible leerlo de manera consecutiva, lo leía a saltos, la
curiosidad me podía: una palabra me llevaba a otra a través de su definición, y
esta nueva palabra me llevaba a otra y así sucesivamente. El problema surgía
cuando una definición contenía varios vocablos que me atraían. Entonces tenía que volver a empezar desde la
palabra original que me llevó a ese punto de bifurcación y pasar a la siguiente
para seguir explorando las nuevas definiciones y sus caminos serpenteantes.
Continué y continué leyéndolo, un día, otro…
Para mí siempre ha sido el diccionario uno de mis libros
preferidos. Lo leo con intriga, con expectación, como un laberinto por donde ir
pasando con la seguridad de que hay una salida, salida que entiendo nunca podré
alcanzar, de hecho, no quiero llegar a ella, porque lo peor que puede pasar en
una lectura es la ausencia de intriga.
Paralelamente, tengo una libreta en la que anoto palabras
que me gustan por su sonido, aquellas cuyo significado desconocía, y otras que,
sin saber bien por qué, apenas utilizo.
Palabras como “inefable” “conticinio” “rapsoda” “intemperancia”
o “arrebol”
La libreta es la que veis en la ilustración.
Para resumir, el diccionario es para mí un compañero en la
construcción de mis relatos, cada palabra se convierte en una herramienta
esencial para que su estructura sea sólida.
©Manuela_ferca