La Navidad es mucho más que luces y regalos. Son días para estar con la familia, los amigos y también para pensar en quienes
nos rodean.
Es tiempo para reflexionar sobre lo que hemos dado y lo que
podemos ofrecer: un gesto amable, un rato de compañía, un oído dispuesto a
escuchar… a veces esto es suficiente.
También es generosidad, ilusión, reconciliación, alegría…
Y como, sin duda alguna, es esperanza, quiero compartir de nuevo un relato que hicimos
entre Ramón Martínez Martín y yo misma, que simboliza lo que la Navidad representa: Con amor el
mundo es mejor.
Os deseo a todos una feliz Navidad.
Damas y caballeros, jóvenes y mayores, sean todos
ustedes bienvenidos al momento más bonito del año, al más cercano, al más
emotivo. Con todos ustedes:
LA NAVIDAD
El puente de los desamparados
—¡No, por favor, no lo hagas! Seguro que con la luz del día
ves las cosas de otra manera. Todo tiene arreglo.
Con esas angustiosas palabras, que rompieron el denso
silencio que lo rodeaba, Alejandro detuvo su paseo nocturno, con el corazón
acelerado. Le encantaba pasear solo, cuando la ciudad dormía, cuando el
bullicio y los problemas parecían lejanos, irreales; pero al cruzar el Puente
de los Desamparados, distraído pensando en sus rutinas cotidianas, la visión de
aquella mujer había detenido, bruscamente, sus pasos.
—¡No te acerques a mí, no des ni un paso más o me tiro!
—¡Tranquila, no quiero asustarte! Está bien, no me acercaré
más. Pero bájate de ahí, por favor. Sea lo que sea que te ocurra, ahí arriba no
vas a encontrar la solución.
Hablando muy despacio, con el tono de voz más relajado que
había encontrado rebuscando en su garganta, Alejandro trataba de tranquilizar a
la misteriosa muchacha que parecía atraída por el abismo.
—¿Y qué sabes tú de mí? No te inmiscuyas y sigue tu camino.
Mi vida es solo mía y a nadie le importará si acabo con ella.
—A mí me importará. Te lo aseguro. Y ahora escúchame, voy a
acercarme muy lentamente y te daré mi mano; cógela, te lo ruego, y bájate de
ahí. Te invito a un café y así podemos charlar un poco. ¿Cómo te llamas?
Las palabras de Alejandro hicieron dudar a la mujer y a la
luz cálida de las farolas comenzó a llorar como una niña, con una pena honda y
profunda, que hizo estremecer a las estrellas del cielo.
—Me llamo Alicia, pero no me distraigas, mi vida terminó, es
hora ya de ponerle fin a mi sufrimiento.
La mujer se volvió hacia él, sin dar crédito a lo que
escuchaba y lo miró fijamente, como si estuviera loco. ¿Quién era aquel
desconocido que se interponía entre ella y su destino? Pero había algo
encantador en él, algo que la reconfortaba contra todo pronóstico y eso la hizo
dudar por un segundo.
Sus penas seguían hiriéndola muy dentro y sentía un frío
gélido recorriéndole por las venas. Parecía tentador seguir a aquel hombre,
coger su mano y escapar de allí, muy lejos; pero, ¿cambiaría eso las cosas? En
el fondo de su corazón no lo creía.
—Mi vida ha llegado a su fin.
—En ese caso déjame felicitarte, veo que eres dueña de tu
vida y has elegido tú misma cuándo concluirla, has conseguido más que yo.
—No te entiendo.
—Yo no puedo, hace dos meses que me diagnosticaron una grave
enfermedad, me dieron seis meses de vida. Ya ves, alguien ha elegido por mí.
—Me estás engañando para que desista.
—Ojalá. Cuando paso por este puente miro hacia abajo, admito
que los primeros días me sedujo la idea de hundirme en sus aguas y dejarme
atrapar en su profundidad, pero he decidido aprovechar hasta mi último día de
vida, hasta mi último aliento. Pero ya que estás tú aquí, si quieres te
acompaño, nos vamos los dos juntos. Ya ves, lo mío, que me haya subido aquí, no
tiene ningún mérito y si me tengo que tirar me tiro contigo.
Alicia le miraba consternada, ese desconocido había logrado
ser su centro de atención. Su mente ya no se encontraba en aquel despacho
cuando su jefe le informó del despido, no estaba en la infidelidad de su pareja
con aquella otra chica, ni en tanto fracaso que de manera continua arruinaba
todo aquello que comenzaba. Ahora toda su atención estaba puesta en aquel
muchacho que le había extendido su mano. La vida era extraña.
—Tomemos café.
Alicia aceptó asirse a esa voz dulce que le envolvía en una
nube de calma y a la vez de intriga. Y bajó de aquel puente.
—Me dijiste que todo tiene arreglo ¿por qué no te quieres
someter al tratamiento?
—Porque no estoy preparado para sufrir. La muerte no me da
miedo, me da miedo el dolor. Es un tratamiento extremadamente duro y nadie me
asegura el éxito. Ya ves, todo tiene solución, pero la arena de mi reloj se va
agotando.
Hablaban de lo que cada uno de ellos, de forma ingenua,
habían planeado para el futuro. Llegaron a la
conclusión de que la vida era una
continua improvisación, no se podía planear. Y en esa improvisación se habían
encontrado. Difícil asumir que aquel encuentro fuera a ser una mera anécdota.
—Alicia, no quiero tenerte cerca mis últimos días, no te
haré pasar por esa angustia. Hoy nos diremos adiós, yo seré para ti un
recuerdo, y tú para mí una fantasía.
—Pero Alejandro, todo esto no puede ser casual, siento que
hay algo que ha propiciado que nos conozcamos.
Las palabras de ella no le convencían. La hora de la
despedida llegó.
—Haremos algo —dijo Alicia al mismo tiempo que se quitaba
una cadena del cuello y se la ponía a él—. Desde pequeña llevo esta cadena,
jamás me he desprendido de ella. Quiero que tú la lleves, ella te hablará de
mí. Dentro de un año me la devuelves. Estaré esperándote aquí, en este puente
donde tú me enseñaste que siempre hay otro camino. No olvides esto que te digo.
No me decepciones.
Con un suave beso y un largo abrazo se despidieron.
Transcurrido un año Alicia esperaba en la entrada de aquel
puente, como habían convenido. Se había convertido en una mujer segura de sí
misma. Su nuevo trabajo no le entusiasmaba, pero le permitía vivir de manera
independiente y tener horas libres que dedicaba a escribir. Escribía cartas a
Alejandro. Las escribía a mano, en hojas con olor a amaneceres cálidos. En
ellas le transmitía aliento, le transmitía coraje, le rogaba que luchara por su
vida, que luchara por «ellos», por los dos. Introducía las cartas en sobres y
las echaba al buzón de correos con un «Para Alejandro» como toda dirección y
sin remite
alguno.
Alejandro mantenía en su memoria la figura de aquella
muchacha, sus ojos, sus manos… Aquella cadena en su cuello parecía abrazarle y
darle entereza para superar sus miedos. Y había seguido el tratamiento.
El amor, cuando es sincero, cuando es limpio, puede con todo
y aquella tarde, después de aquel año duro pero lleno de deseo e ilusión, los
ojos de ambos alcanzaron a verse, de nuevo uno frente al otro, pero esta vez
con todo un futuro por delante para compartir.
Autores del relato:
Ramón Martínez Martín En
Facebook rmartinezmartin En
Instagram y Twitter ramonmm78
y Manuela Fernández Cacao
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