Érase una vez una niña
con unas trenzas tan largas como
el invierno y tan rubias como el mismo sol.
Vivía muy feliz con sus padres en una casa donde todo era
alegría y dicha, hasta que un día la madre le dijo: “Vas a tener un hermanito,
tendrás que quererlo y cuidarlo” A partir de ese momento todo fue distinto.
Desde el mismo día en que nació el hermano la niña tuvo que compartir de su padre los abrazos que
le daba y el cuento que le leía frente a la chimenea. Cuando por las noches la
madre le daba un beso ya no solo era para ella, ya todo tenía que compartirlo y
le sabía a poco, los celos no le dejaban descansar así que por despecho le hacía al hermano todas las trastadas
posibles: le escondía los juguetes, cuando rompía algo decía que había sido él
y las burlas que le dedicaba eran
constantes.
Como todos los años llegó la Navidad. El padre había talado el árbol más alto que
había encontrado en el bosque y lo había traído
a casa.
Era un árbol bellísimo y acababan de vestirlo de Navidad. En las
bolas se reflejaban todos los colores de la habitación, amarillos, rojos,
verdes, unos collares de perlas sorteaban entre las ramas y coronando el árbol una
estrella brillante que parecía dominar todo el salón.
Una noche que estaban todos juntos la niña miraba al hermano cómo se reía jugando con un caballito
de cartón. La madre se levantó y cogiendo al hermano en brazos dijo: “Mientras
tu padre va a cortar leña yo voy a la cocina, os prepararé un vaso de leche
para que os vayáis a dormir”. Cuando la niña se quedó sola en el salón, cogió
el caballito del hermano y empezó a estrujarlo con todas sus fuerzas, quería
hacerlo trizas, le rompió las orejas, las patas y tirando al suelo lo que
quedaba de él lo pisoteó. De repente se vio iluminada por una luz que provenía
de la estrella que coronaba el árbol. La niña se asustó. La luz cogió forma de
una bella dama
—Ummm…. Soy la luz de la Navidad. Te estoy observando y veo que a pesar de
tener una cara dulce y tener unas
hermosas trenzas, eres cruel con tu hermano.
—Aquí no me quiere nadie —dijo la niña
Y señalando con su mano a la niña la dama dijo:
—Te convertirás en lo que has destruido.
Hubo un destello y la niña sintió algo raro, reflejándose en
una de las bolas del árbol descubrió que se había convertido en un caballito,
como el que había roto, eso sí, un caballito con trenzas de oro.
Entre sorprendida y asustada salió galopando de la casa.
Y deambuló por aquí y por allá durante horas, pasando por prados, ríos, montes…y así llegó la noche. No se
había atrevido a parar en ningún lugar y sus patas ya se
resentían. Se agazapó entre las hojas de un arbusto hasta que amaneció. Sentía el estómago vacío, necesitaba comer
algo.
—“Ehhhh allí hay unos campos” —y la niña galopó hacia ellos. Estaba comiendo las hojas de una
lechuga cuando salió un hombre con una escoba. “Fuera de mis campos, no te
comerás mi cosecha” Y nuestro caballito
de trenzas de oro salió corriendo sin rumbo cierto.
Pasaron horas, estaba cansada y desorientada. “Descansaré un
ratito” y reposó en un jardín al lado de una valla pero unos niños empezaron a subírsele al lomo
“Vamos caballito, danos un paseo” y dando saltos para deshacerse de los niños
de nuevo tuvo que salir corriendo, fue perseguida un buen trecho por esos niños
que le jaleaban y gritaban.
Estaba muy abatida, llevaba 3 días pasando frío y hambre y
no sabía a dónde ir, había comido a penas unas hojas de lechuga y alguna hierba
áspera como el mismo esparto.
Andando por un camino reconoció el árbol donde un día su padre le construyó un
columpio “Ohh he estado dando vueltas
todo el tiempo”. De lejos se veía el humo que salía por la chimenea de su casa. Se dirigió hacia allí, atravesó el jardín y se asomó por la ventana.
Sus padres y su hermano estaban junto al árbol. No había
villancicos. Las luces del árbol estaban
apagadas. Su madre lloraba y su padre
con cara de abatimiento miraba a su
hermano que hacía pucheritos. Era evidente que
la tristeza reinaba en esa casa.
De un impulso la niña golpeó el cristal de la ventana y la
madre al verla dio un salto.
Rápidamente acudieron a la puerta a abrazar a la hija que
había vuelto. Su hermano como era muy pequeñito gateaba por llegar a la niña y
ella que le vio se agachó y lo cogió en brazos.
—Hija, creímos que te habías ido para siempre.
Un destello hizo que fuera rápidamente hacia una bola del árbol para que
le sirviera de espejo, esta vez veía su carita aterciopelada con sus grandes
trenzas doradas.
—No papá, os quiero mucho a los tres y deseo estar siempre
con vosotros.
Desde la estrella que coronaba el árbol surgió una luz que
esta vez envolvió a la familia para nunca jamás dejar de brillar.
Texto de ©Manuela Fernández Cacao. Todos los Derechos Reservados.
4 comentarios:
Tuvo suerte, una buena zurra se merecía, primero por haberle roto el caballo al hermanito y segundo por haber estado por ahí haciendo la yegua...jajaja
Besos y salud
Tu mundo y el mío están en las antípodas... pero bueno, tiene que haber de todo.
Disfrútalo.
Escribes muy bien.
Feliz 2017.
Besos.
Un cuento muy tierno y como siempre con moraleja..pero eso mejor que cada uno la piense
Genin, y para colmo que cuando la niña se haga mayor ni trabaje ni estudie ¡¡¡¡ ojú. Besos y salud :) :)
Mi querido Toro Salvaje, te sorprenderás si te digo que sólo existe un mundo. Encantada de verte por aquí.
Lirtea, di que si, cada uno que saque sus propias conclusiones. Besis.
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